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Luis Fernando Leza Campos Socio AEPEV nº 366

Ingeniero Agrónomo y Diplomado Superior en Viticultura y Enología.

( Artículo publicado el 5.01.25 en diario La Rioja)

La imagen que actualmente nos ofrece el paisaje agrícola de numerosos municipios riojanos, especialmente los de mayor tradición vitícola, difiere sustancialmente de la que podíamos ver en ellos, pongamos, hace 40 años. Hoy el color verde de las viñas coloniza durante buena parte del año prácticamente todo el territorio cultivado de esos pueblos, y cuesta ver en verano los tonos amarillos de las parcelas de cereales, mientras que, en zonas más acotadas, se atisban las huertas y los frutales.

Si con la imaginación nos situamos en los años ochenta del siglo pasado, el paisaje era bastante diferente, nos ofrecía retículas y mosaicos mucho más perfilados en los que se alternaban junto a los viñedos, otros cultivos, como los cereales, la remolacha, la patata, las legumbres y otros cultivos hortícolas, a los que el agricultor tenía que atender y sacar adelante.  

Poco a poco, por falta de rentabilidad y de expectativas, fueron desapareciendo o siendo testimoniales las producciones citadas, lo cual coincidió con el auge que ofreció la viña, especialmente a partir los años noventa. Todo ello produjo un cambio radical en la economía de los agricultores, que ha ido dependiendo cada vez más del monocultivo de la vid vinculado a la Denominación de Origen Calificada Rioja.

Hoy, en nuestros pueblos, el agricultor es, fundamentalmente, viticultor.

Ello tuvo efectos positivos: se hacía más fácil la mecanización de las labores agrícolas, se facilitaba un alto grado de profesionalización de quienes trabajan en el campo, y en algunos casos, los mismos viticultores pudieron dar el paso de convertirse en bodegueros, con lo cual aprovechaban el valor añadido vinculado a la comercialización de los vinos obtenidos de sus viñedos.

Pero, por otro lado, como suele decirse, en los tiempos que corren “todos los huevos quedaban puestos en la misma cesta”, viéndose sometidas nuestras zonas rurales a los riesgos y avatares de un mercado vitivinícola que, junto a tiempos de bonanza, puede ocasionar, como vemos en la actualidad, turbulencias y derrumbes en los precios.

Desde siempre, al agricultor se le ha demandado producir alimentos, y cuantos más, mejor. Se le ha pagado, sustancialmente, por unidad de peso, así que, como empresario que es, haya buscado el máximo rendimiento unitario, lo cual le proporcionaba unos ingresos monetarios superiores a que si la cosecha fuera más baja.

El viticultor, que antes que nada es agricultor, ha tenido tradicionalmente la misma percepción. Para él, una cepa con uvas sanas, abundantes y de buen tamaño ha sido fuente de satisfacción consecuencia de un trabajo bien hecho en la viña, dado, además, que en el cálculo kilos x precio, el resultado se hacía atractivo en la medida en que el primer factor aumentaba, siendo mucho menos el movible el segundo.  Así, aun conociéndose que el sector vitivinícola contaba con la particularidad  de que un mayor  rendimiento unitario  de los viñedos repercutía negativamente en la calidad y tipicidad del vino obtenido, dicho mensaje no quedaba trasladado de forma clara en las compras que las bodegas hacían a los viticultores, los cuales, de forma general,  incrementaban su rendimiento económico no tanto a partir de vender uvas procedentes de viñedos viejos y con escaso rendimiento, sino de aquellos  que ofrecían  uvas prietas y racimos grandes.

Tal percepción, que vinculaba una viticultura productivista con la rentabilidad de su explotación, todavía en los tiempos actuales está en el sentir de buena parte de los viticultores, vista la cuenta de resultados que cada año tienen delante. En la mayoría de los casos, en la producción de sus viñas viejas, en vaso, con rendimientos limitados, ni siquiera con las primas por calidad que actualmente suelen aplicar las bodegas comerciales a sus viticultores proveedores y las cooperativas a sus socios, se compensa su menor producción, frente a los resultados de otros viñedos más jóvenes en espaldera, de clones más productivos.

Y ello, a pesar de que la fijación de un rendimiento máximo por hectárea y el control de dicho parámetro es uno de los pilares en los que se asienta la calidad y tipicidad de las denominaciones de origen, y en particular de la DOCa Rioja y que juega, además, de forma indirecta pero real, como un parámetro que limita la oferta de los vinos amparados.

 Mucho se habla de la calidad de la uva y se cita siempre como uno sus principios fundamentales que proceda de viñedos con rendimientos bajos por hectárea, lo cual favorece una mayor concentración de la uva en compuestos sápidos, polifenoles y aromas, que tienen un papel fundamental en el aporte de carácter, expresividad y longevidad a los vinos.

Tal es el contexto y la disyuntiva en la que se encuentran nuestros viticultores, los cuales, siendo conocedores de los factores que inciden en la calidad de sus uvas, siguen sin contar, en la mayoría de los casos, con una palanca suficientemente atractiva a nivel de precios diferenciados ofrecidos por las bodegas que favorezcan una apuesta decidida por un control efectivo de los rendimientos de sus viñas y derivadamente por el mantenimiento de las  que por su edad, forma de cultivo y emplazamiento, estén en las condiciones adecuadas de responder a tales requerimientos.

Confiemos que en el contexto de la profunda reflexión en la que están inmersas las distintas instancias del Rioja para encontrar una salida consensuada a la crisis que actualmente sufre, se ponga sobre la mesa, como uno de los aspectos importantes a tratar, un examen sosegado del trinomio rendimiento/ calidad/ precio de nuestras uvas, sobre la base, bien conocida, de que la calidad y la genuinidad del vino tiene como premisa necesaria un buen manejo de la viña.