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Artículo de Carmelo Juan Ojeda Cabrera

A lo largo de un período dilatado de la historia de nuestra civilización, el alcohol ha desempeñado un papel relevante. En los últimos milenios, el consumo de bebidas alcohólicas se hizo popular, como fuente indispensable de nutrientes y calorías. En un mundo donde el suministro de agua estaba contaminado y era peligroso, el alcohol se ganó, con razón, el calificativo que le dieron en la Edad Media: aqua vitae, “agua de vida”.

Durante millones de años los procesos naturales han producido artículos alimenticios que contienen alcohol. La levadura, al metabolizar el azúcar para extraer energía, produce alcohol etílico como subproducto secundario. Incluso los animales consumen alcohol de forma accidental al ingerir fruta “estropeada” en el proceso natural de fermentación.

Es probable que en algún momento toda la cerveza tuviera su origen en las fermentaciones espontáneas debidas a levaduras silvestres. Hace 5000 años, por ejemplo, los sumerios producían el sikaru. En lugar del lúpulo, que desconocían, aromatizaban su elaboración con especias, como la canela. Con el paso de los siglos, a lo largo del mundo, se comenzaron a aplicar técnicas que minimizaban los azares de las levaduras silvestres, proceso que culminó en el siglo XIX con el empleo de cultivos de levaduras aisladas científicamente. La fermentación se hizo más eficiente y previsible.

La cerveza, obtenida de cereales con almidón, se elaboró masivamente cuando se desarrolló la agricultura. Los fértiles deltas fluviales de Egipto y Mesopotamia producían cosechas abundantes de trigo y cebada; la dieta de sus poblaciones se apoyaba en los cereales. El descubrimiento del grano fermentado constituiría, pues, un acontecimiento inevitable en la historia. Como en el caso del vino, los experimentos naturales se encargarían de producir sustancias alcohólicas que despertaron el interés de los que probaban los resultados. Desde poco antes del tercer milenio antes de Cristo, egipcios y babilonios bebían cervezas de cebada y trigo.

También el vino recibiría un impulso de la agricultura. La mayoría de los jugos de frutas, incluido el de uva silvestre, son, por naturaleza, demasiado bajos en azúcar para producir vino. Pero la selección de las uvas más dulces, que desembocó en la domesticación de algunas cepas, terminó por conducir a la vinicultura. El cultivo de la vid para elaboración de vino se atribuye a los habitantes de Armenia, alrededor del 6000 a.C.

En el antiguo Egipto el vino se reservaba para el faraón, los nobles y como ofrenda sacerdotal, en los ritos celebrados en los templos; y el pueblo lo consumía en la celebración de grandes eventos. La mitología egipcia asociaba el vino con Osiris, el dios de la resurrección, por lo que también el vino se depositaba en ánforas, en las tumbas de los difuntos como ofrendas.

Todo esto se conoce gracias a las representaciones pictóricas de la tumbas y templos, y gracias a ellas conocemos que la vid se emparraba en pérgola, se vendimiaba a mano y se colocaban los racimos en cestos para ser trasladados a la prensa. En el lagar, las uvas se pisaban por grupos de cinco o seis hombres. Finalmente, el mosto se vertía en ánforas de barro y tapón de arcilla, almacenándose posteriormente en bodegas.

La práctica de la agricultura trajo consigo un excedente de alimentos, lo que a su vez llevó a que nuestra especie se agrupara en poblados, aldeas o ciudades. Estas poblaciones se enfrentaron a un problema que todavía perdura: proveer a los habitantes con suficiente agua limpia y saneada para hacer frente a su demanda fisiológica. Hasta el siglo XIX, con el descubrimiento de los microorganismos patógenos, y la obligación de filtrar y tratar las aguas de la red pública para conseguir potabilizar el agua, no se dio solución alguna. Beber agua resultaba peligroso, mortal incluso, porque el medio de abastecimiento acababa rápidamente contaminado por los propios desechos. Si nos fijamos en las crisis de disentería y de enfermedades infecciosas que hoy provocan las aguas contaminadas, podemos afirmar que muchos de nuestros antepasados sucumbieron por su culpa.

Para una civilización occidental naciente, con un suministro de agua a evitar, el alcohol etílico constituiría su “leche materna”. Cerveza y vino se hallaban exentos de agentes patógenos, y el poder antiséptico del alcohol, sumado a la acidez natural del vino y de la cerveza, mataban muchos microorganismos letales cuando la bebida alcohólica se diluía en agua. Por ello, desde los tiempos de la aplicación controlada y consciente del proceso de fermentación, la población, independientemente de su edad, empezó a consumir cerveza y vino, para satisfacer su requerimiento diario de líquidos.

En el Lejano Oriente, las cosas discurrieron de otra manera. Desde tiempos ancestrales, la práctica de hervir el agua, para preparar el té, creó un suministro potable de bebidas no alcohólicas. Además, la genética ayudó a librarles del alcohol: aproximadamente la mitad de la población asiática carece de una enzima necesaria para llevar a término el metabolismo del alcohol, por cuya razón su consumo resulta penoso. Por este motivo, la cerveza y el vino se consolidaron sólo en las sociedades occidentales, hasta finales del siglo XIX.

La producción tradicional de cerveza y vino a través de la fermentación de cereales, uva u otros frutos, originaba bebidas de bajo contenido alcohólico. Las bebidas también contenían grandes cantidades de ácido acético y otros ácidos orgánicos generados durante la fermentación. Con toda probabilidad, los vinos de tiempos remotos turbarían el olfato de un enólogo moderno; esos vinos se asemejarían al vinagre actual, con algún vestigio de sidra.

Como el contenido en alcohol de la bebida era bajo ‒las levaduras que producen alcohol, sólo son capaces de tolerar concentraciones aproximadas de un 16 %. Las bebidas fermentadas presentan, pues, una graduación natural máxima‒, los consumidores no concedían a la embriaguez la importancia otorgada a otras cuestiones, como el apaciguamiento de la sed, satisfacción del hambre ‒las bebidas alcohólicas aportaban micronutrientes esenciales, tales como vitaminas y minerales‒ y el almacenamiento. Se podría argüir que a lo largo de la historia occidental el estado mental considerado normal pudo haber sido el de embriaguez.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:

GUASCH JANÉ, Mª ROSA. (2005). “El vino de Tutankhamon”. I & C, 344; pp. 41- 42.

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PUIG i VAYREDA, EDUARD. (2015). La cultura del vino. Barcelona: Editorial UOC.

VALEE, BERT L. (1998). “El alcohol en el mundo occidental”. I & C, 263; p. 56 – 61